Por Andrés Montero Gómez
La existencia de un dictador define a una dictadura. Por añadidura, una dictadura se identifica con la carencia o la marcada restricción de libertades y derechos civiles. Si nos encontráramos con un dictador que no restringe la libertades, habría que preguntarse si estamos ante una dictadura. Igualmente ocurriría viceversa, es decir, si nos halláramos ante una limitación flagrante de las libertades en la que no concurra necesariamente un dictador, sino un gobierno legítimamente constituido. Lo que complica claramente saber si estamos ante una dictadura es la celebración o no de comicios electorales.
Hagamos un recorrido por Venezuela, Bolivia, Irán, Cuba o Pakistán, o por Arabia Saudí o China. Algunos han sido incluidos en ejes del mal y otros en ejes del bien. En el elenco de países que ponen en duda nuestra caracterización de la democracia figuran varios en donde se organizan elecciones regulares para que la población ejerza su derecho al voto eligiendo, o refrendando, presidentes y gobiernos. Recientemente hemos asistido al dudoso caso de las elecciones presidenciales en Irán. En América Latina, figuran al menos Venezuela, Bolivia y Ecuador como naciones sobre las que se han insinuado sospechas de prácticas poco democráticas. Allí los ciudadanos votan y eligen a mandatarios que modifican las reglas habituales del juego. Después de remozar textos constitucionales, se proyectan reorganizaciones sociales y políticas completas en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Todo respaldado por un nuevo corpus legal convertido en legitimador jurídico de las pretendidas revoluciones. La secuencia es ganar las elecciones a través del voto, modificar el sistema por otro conjunto de reglas distinto y obligar jurídicamente a todos los agentes sociales a remar en la misma dirección. Es algo así como el experimento cubano pero con urnas en el pueblo y dinero procedente de recursos energéticos. La alteración de las reglas del juego obliga a las empresas a reorientar sus condiciones de negocio, pues se supone que buena parte de sus beneficios tiene que revertir en el país; obliga a la prensa a pensar de otra manera la libertad de información, pues se considera que existen limitantes al derecho de informar derivados de la necesidad de proteger la narrativa revolucionaria; obliga a los educadores a impartir una doctrina revolucionaria que inocule en la población esa misma narrativa revolucionaria que procede de la visión de sus líderes; y obliga a los poderes públicos a olvidarse de la división de poderes de los ilustrados franceses. En definitiva, el sistema de gobierno y las reglas de operaciones de la sociedad cambian y lo hacen impulsados por el voto. La pregunta es si cuando la democracia cambia para olvidarse de algunos de sus presupuestos básicos continúa siendo democracia. O, lo que es más relevante, si eso le importa a alguien.
El argumento subyacente a las operaciones venezolana y boliviana, principalmente, es que el sistema basado en el capitalismo de libre mercado y en la política liberal es antisocial. De manera que se utilizan los procesos electorales para llegar al poder y desde allí se reprograma la maquinaria legislativa para metamorfosear el sistema. Todo desde la visión de un líder elegido y refrendado electoralmente. A medida que legislativamente se transforman las reglas del sistema hacia la concentración de poder, concentración necesaria en sí misma para continuar cambiando el sistema, más probabilidades en general hay de continuar revalidando la presidencia y continuar alterando el sistema. Es una ecuación sencilla. Toda ella, además, está basada en la existencia de un líder con una visión de que las cosas no funcionan y de que tiene la solución antisistema para cambiarlas, más una población votando con fe en esa dirección. ¿Es democracia o antidemocracia?
Berlusconi, Hugo Chávez y Evo Morales, por ese orden, han pasado por España recientemente. De ellos, incluido del europeo Berlusconi, se dice que incurren en persecución del adversario político, en limitación de la libertad de prensa, en control del poder judicial y del legislativo, y en modificación a su antojo de las reglas de juego. Lo mismo se atribuye a Putin en Rusia. De Cuba o de Arabia Saudí se concluye con toda rotundidad que son dictaduras y de esos otros países que mencionamos algunos analistas que apuntan a la presencia de prácticas unas veces populistas, otras dictatoriales, algunas totalitarias. Lo cierto es que es dificilísimo aclararse. Y, por si fuera poco, Venezuela, en línea con lo que ya está haciendo Brasil y probablemente reaccionando al acuerdo Colombia-EE UU para la utilización de bases militares conjuntas, ha multiplicado sus inversiones en armamento hasta incluir, aunque aparentemente bajo un paraguas civil, un programa nuclear a desarrollar con ayuda rusa.
La democracia ha sido identificada tradicionalmente con el derecho al voto y eso es precisamente lo que la ha pervertido y la continuará pervirtiendo. La ha pervertido porque quien haya tenido la visión de cambiar una sociedad y haya realizado los esfuerzos, haya aglutinado las voluntades y congregado las inversiones necesarias para una carrera presidencial, sólo ha necesitado el voto para comenzar a obviar inmediatamente el resto de usos democráticos. Y la continuará pervirtiendo porque cada vez son menos los votantes, cada vez es menor la participación del ciudadano y mayor su desapego por la gestión pública y, por tanto, cada vez los políticos visionarios tienen mayor autonomía para ignorar a la población o para gobernar para ella pero sin ella, al más puro estilo del despotismo ilustrado.
El derecho al voto no es el cuerpo entero de una democracia. Es una condición necesaria, desde luego, pero no suficiente. Ni siquiera el voto es el cerebro de la democracia. En un cuerpo democrático, el derecho al voto es el corazón que insufla sangre al sistema. El cerebro de la democracia es la división de poderes o, expresado de otra manera, el equilibro de poderes. El hígado de la democracia, que filtra y sintetiza sus fluidos, es la libertad de información y expresión, que directamente está relacionada con la libertad de las empresas para soslayar servidumbres políticas... de nuevo, división de poderes, en este caso del cuarto poder.
La propiedad más importante de la democracia es la limitación del poder de unos pocos y el control, entre sí, de los poderes democráticos. Es la cualidad fundamental de la democracia porque es la que mejor es capaz de mantener a raya nuestros instintos individuales reptilianos. A veces se subraya que el ser humano es violento por naturaleza. En realidad la violencia es únicamente un instrumento en manos de un instinto primario, que es el egocentrismo. En general, el ser humano individual tiene una visión de la realidad que trata de materializar en el entorno a través de su conducta y también de transmitir a los demás. Eso ocurre cotidianamente para la generalidad de los mortales. La democracia está pensada para lograr una libertad compartida entre nuestras ambiciones. Si alguien está convencido de que ha visto la luz y le dejamos hacer sin control, hará lo que crea necesario para imponer su visión... y lo hará por nuestro bien.
Entonces, hablar de democracia es una cosa y hacerlo de calidad democrática otra bien distinta. Llevamos años a buen ritmo asistiendo a un descenso de la calidad democrática global. En realidad, a un retroceso que combina usos predemocráticos con bienestar asociado al consumo. Es una suerte de despotismo ilustrado pero con pantalla de plasma. En algunos países se utiliza el voto como legitimador de la concentración de poder, mientras en otros se concentra el poder ante la apatía del ciudadano votante, interesado en que le garanticen el bienestar económico y en que le aseguren que su bienestar se va a mantener en todos los órdenes. Quien gobierne por encima y cómo lo haga nos afecta cada vez menos. El gobierno global se aproxima con claridad al modelo chino. China representa a la sociedad del futuro: (des)control político y liberalismo económico. Hacia allí convergen las dos tendencias que se observan actualmente, la apatía política de las poblaciones de las sociedades de la vieja Europa y los EE UU, y la emergencia de líderes visionarios que gobiernan para el pueblo pero sin el pueblo por el bien del pueblo en América Latina y Asia. De África ni hablamos.
Andrés Montero Gómez
La existencia de un dictador define a una dictadura. Por añadidura, una dictadura se identifica con la carencia o la marcada restricción de libertades y derechos civiles. Si nos encontráramos con un dictador que no restringe la libertades, habría que preguntarse si estamos ante una dictadura. Igualmente ocurriría viceversa, es decir, si nos halláramos ante una limitación flagrante de las libertades en la que no concurra necesariamente un dictador, sino un gobierno legítimamente constituido. Lo que complica claramente saber si estamos ante una dictadura es la celebración o no de comicios electorales.
Hagamos un recorrido por Venezuela, Bolivia, Irán, Cuba o Pakistán, o por Arabia Saudí o China. Algunos han sido incluidos en ejes del mal y otros en ejes del bien. En el elenco de países que ponen en duda nuestra caracterización de la democracia figuran varios en donde se organizan elecciones regulares para que la población ejerza su derecho al voto eligiendo, o refrendando, presidentes y gobiernos. Recientemente hemos asistido al dudoso caso de las elecciones presidenciales en Irán. En América Latina, figuran al menos Venezuela, Bolivia y Ecuador como naciones sobre las que se han insinuado sospechas de prácticas poco democráticas. Allí los ciudadanos votan y eligen a mandatarios que modifican las reglas habituales del juego. Después de remozar textos constitucionales, se proyectan reorganizaciones sociales y políticas completas en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Todo respaldado por un nuevo corpus legal convertido en legitimador jurídico de las pretendidas revoluciones. La secuencia es ganar las elecciones a través del voto, modificar el sistema por otro conjunto de reglas distinto y obligar jurídicamente a todos los agentes sociales a remar en la misma dirección. Es algo así como el experimento cubano pero con urnas en el pueblo y dinero procedente de recursos energéticos. La alteración de las reglas del juego obliga a las empresas a reorientar sus condiciones de negocio, pues se supone que buena parte de sus beneficios tiene que revertir en el país; obliga a la prensa a pensar de otra manera la libertad de información, pues se considera que existen limitantes al derecho de informar derivados de la necesidad de proteger la narrativa revolucionaria; obliga a los educadores a impartir una doctrina revolucionaria que inocule en la población esa misma narrativa revolucionaria que procede de la visión de sus líderes; y obliga a los poderes públicos a olvidarse de la división de poderes de los ilustrados franceses. En definitiva, el sistema de gobierno y las reglas de operaciones de la sociedad cambian y lo hacen impulsados por el voto. La pregunta es si cuando la democracia cambia para olvidarse de algunos de sus presupuestos básicos continúa siendo democracia. O, lo que es más relevante, si eso le importa a alguien.
El argumento subyacente a las operaciones venezolana y boliviana, principalmente, es que el sistema basado en el capitalismo de libre mercado y en la política liberal es antisocial. De manera que se utilizan los procesos electorales para llegar al poder y desde allí se reprograma la maquinaria legislativa para metamorfosear el sistema. Todo desde la visión de un líder elegido y refrendado electoralmente. A medida que legislativamente se transforman las reglas del sistema hacia la concentración de poder, concentración necesaria en sí misma para continuar cambiando el sistema, más probabilidades en general hay de continuar revalidando la presidencia y continuar alterando el sistema. Es una ecuación sencilla. Toda ella, además, está basada en la existencia de un líder con una visión de que las cosas no funcionan y de que tiene la solución antisistema para cambiarlas, más una población votando con fe en esa dirección. ¿Es democracia o antidemocracia?
Berlusconi, Hugo Chávez y Evo Morales, por ese orden, han pasado por España recientemente. De ellos, incluido del europeo Berlusconi, se dice que incurren en persecución del adversario político, en limitación de la libertad de prensa, en control del poder judicial y del legislativo, y en modificación a su antojo de las reglas de juego. Lo mismo se atribuye a Putin en Rusia. De Cuba o de Arabia Saudí se concluye con toda rotundidad que son dictaduras y de esos otros países que mencionamos algunos analistas que apuntan a la presencia de prácticas unas veces populistas, otras dictatoriales, algunas totalitarias. Lo cierto es que es dificilísimo aclararse. Y, por si fuera poco, Venezuela, en línea con lo que ya está haciendo Brasil y probablemente reaccionando al acuerdo Colombia-EE UU para la utilización de bases militares conjuntas, ha multiplicado sus inversiones en armamento hasta incluir, aunque aparentemente bajo un paraguas civil, un programa nuclear a desarrollar con ayuda rusa.
La democracia ha sido identificada tradicionalmente con el derecho al voto y eso es precisamente lo que la ha pervertido y la continuará pervirtiendo. La ha pervertido porque quien haya tenido la visión de cambiar una sociedad y haya realizado los esfuerzos, haya aglutinado las voluntades y congregado las inversiones necesarias para una carrera presidencial, sólo ha necesitado el voto para comenzar a obviar inmediatamente el resto de usos democráticos. Y la continuará pervirtiendo porque cada vez son menos los votantes, cada vez es menor la participación del ciudadano y mayor su desapego por la gestión pública y, por tanto, cada vez los políticos visionarios tienen mayor autonomía para ignorar a la población o para gobernar para ella pero sin ella, al más puro estilo del despotismo ilustrado.
El derecho al voto no es el cuerpo entero de una democracia. Es una condición necesaria, desde luego, pero no suficiente. Ni siquiera el voto es el cerebro de la democracia. En un cuerpo democrático, el derecho al voto es el corazón que insufla sangre al sistema. El cerebro de la democracia es la división de poderes o, expresado de otra manera, el equilibro de poderes. El hígado de la democracia, que filtra y sintetiza sus fluidos, es la libertad de información y expresión, que directamente está relacionada con la libertad de las empresas para soslayar servidumbres políticas... de nuevo, división de poderes, en este caso del cuarto poder.
La propiedad más importante de la democracia es la limitación del poder de unos pocos y el control, entre sí, de los poderes democráticos. Es la cualidad fundamental de la democracia porque es la que mejor es capaz de mantener a raya nuestros instintos individuales reptilianos. A veces se subraya que el ser humano es violento por naturaleza. En realidad la violencia es únicamente un instrumento en manos de un instinto primario, que es el egocentrismo. En general, el ser humano individual tiene una visión de la realidad que trata de materializar en el entorno a través de su conducta y también de transmitir a los demás. Eso ocurre cotidianamente para la generalidad de los mortales. La democracia está pensada para lograr una libertad compartida entre nuestras ambiciones. Si alguien está convencido de que ha visto la luz y le dejamos hacer sin control, hará lo que crea necesario para imponer su visión... y lo hará por nuestro bien.
Entonces, hablar de democracia es una cosa y hacerlo de calidad democrática otra bien distinta. Llevamos años a buen ritmo asistiendo a un descenso de la calidad democrática global. En realidad, a un retroceso que combina usos predemocráticos con bienestar asociado al consumo. Es una suerte de despotismo ilustrado pero con pantalla de plasma. En algunos países se utiliza el voto como legitimador de la concentración de poder, mientras en otros se concentra el poder ante la apatía del ciudadano votante, interesado en que le garanticen el bienestar económico y en que le aseguren que su bienestar se va a mantener en todos los órdenes. Quien gobierne por encima y cómo lo haga nos afecta cada vez menos. El gobierno global se aproxima con claridad al modelo chino. China representa a la sociedad del futuro: (des)control político y liberalismo económico. Hacia allí convergen las dos tendencias que se observan actualmente, la apatía política de las poblaciones de las sociedades de la vieja Europa y los EE UU, y la emergencia de líderes visionarios que gobiernan para el pueblo pero sin el pueblo por el bien del pueblo en América Latina y Asia. De África ni hablamos.
Andrés Montero Gómez
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